lunes, 14 de abril de 2014

XAVIER Y CARMEN


X.ZUBIRI


CONFERENCIA HISTÓRICA

CONFERENCIA DE XAVIER ZUBIRI
PARA LA HISTORIA

Xavier Zubiri nació el 4 de diciembre de 1898 y murió el 21 de septiembre de 1983. Pero ojo al parche. El 15 de mayo del mismo año había dicho en un acto público de la Fundación Banco Urquijo: “Lo que será de mí en el futuro no lo sabe más que Dios y se lo calla”. Y durante el pésame a la familia de José Ortega y Gasset en 1955 sentenció: “Los árboles grandes los abate el viento y los chicos se los comen las cabras”. Pasaron los años y en el 2006 Alianza Editorial publicó los “escritos menores” zubirianos, producidos desde 1953 a 1983, encabezados por el texto inédito de una conferencia de gran significado histórico y de la que, como oyente, conservo un recuerdo altamente edificante. Yo pensé que el texto de aquella conferencia se había perdido para siempre pero no fue así. El texto mecanografiado de la misma apareció en una carpeta en cuya cara exterior Zibiri había escrito de su puño y letra: “Conferencia mía en Alcobendas 1959”. Primero reproduzco el texto limpio de polvo y paja y después haré un comentario breve sobre su contenido y significado histórico.

         I. UTRUM DEUS SIT (Si Dios existe)

      “Debo confesar con toda la sinceridad que esto es para mí una sorpresa, porque me hablaron de sólo una conversa­ción puramente familiar, que ni remotamente sería una con­ferencia, ni tan siquiera una lección. De antemano ruego que me disculpen de las cuatro vaguedades con las que pen­saba conversar con ustedes. Pero antes quiero repetirles todo lo que tuve el gusto de decirle al P. Regente en mi casa: que esta invitación es para mí no sólo honrosa, sino además hondamente satisfactoria. La prueba está en que creo que es la única vez en mi vida que he accedido a dar una conferencia fuera de lo que son mis cursos estrictos. Mis deudas intelectuales con la orden de Santo Domingo las conocen los padres. Pero, aparte de esto, para mí es una satisfacción profunda hablar a estudiantes dominicos, filóso­fos y además teólogos. Porque, dicho también en familia, estimo que la teología, además de ser el conocimiento de las cosas divinas, es incluso para las humanas uno de los su­puestos fundamentales, muy especialmente para la filosofía. Yo he tenido que pasar por universidades y adquirir algún que otro título académico. Confieso sinceramente que éstos no me producen ninguna emoción especial; solamente hay uno que lo estimo íntima y hondamente en mi corazón, el doctorado en teología.
      Con esto, por lo que a mí afecta, está dicho con toda mo­destia propia del caso lo que tendría que decir cualquier per­sona más competente que yo en el día de hoy, justamente en el domingo infraoctava de Santo Tomás. Su figura grandiosa no hay para qué comentarla, sino simplemente rendir home­naje a dos cualidades exquisitas que, aparte del fondo de su pensamiento, tiene a mi modo de ver su postura intelectual ante los problemas de su época.
      En primer lugar, una enorme serenidad. Santo Tomás no parece que fuera propicio a asustarse de nada. Entregado a la investigación de la verdad con absoluta tranquilidad, rara vez la perdió. Su célebre frase «stultissime possuit», referida a Da­vid de Dinand, se ha repetido hasta la saciedad; alguna que otra vez parece que perdió los estribos. También nuestro Se­ñor expulsó a los mercaderes del templo a latigazos, una sola vez en su vida. La serenidad de Santo Tomás es una de las vir­tudes intelectuales que más me han impresionado y que más le gusta a uno descubrir entre sus auténticos discípulos.
      En segundo lugar, una virtud que podría denominarse la capacidad de haber producido una teología abierta. Entiendo por tal no sólo el hecho de una teología intelectualmente abierta a problemas que a lo mejor no se los pudo plantear él mismo, porque no eran de su época, pero para cuyo trata­miento se encuentran desde luego principios fundamentales en la propia obra de Santo Tomás. Me refiero a una teología abierta en otro sentido, por ejemplo, a puntos como la distin­ción entre esencia y existencia. Sé lo que todos ustedes van a pensar sobre este problema, no es del caso repetirlo. Pero, aparte de que se pudiera o no probar textualmente que Santo Tomás admitió la distinción real entre esencia y existencia en las criaturas, lo que sí es del caso decir es que otros autores, Escoto y Suárez por ejemplo, se han fundado en textos tomis­tas para no admitir más que la distinción de razón con funda­mento in re. Pues bien, sin zanjar la cuestión histórica de fac­to, el hecho de que quepa discutir abiertamente sobre si la admitió o no la admitió revela que Santo Tomás no se sintió con la obligación urgente de decidir si tal distinción era de un tipo o de otro. Para construir su maravillosa teología De Deo uno le bastó con lo que yo llamaría «minimismo» metafísico: con decir que no es lo mismo esencia que existencia, sin ne­cesidad de haber precisado si ese «no ser lo mismo» es una distinción real o de razón con fundamento in re. Creo que opinaba que la distinción era real, pero a última hora no hacía falta pronunciarse sobre esta materia y bastaba con tomar la mera no identificación de ambos momentos del ente para comprender toda la obra de Santo Tomás en torno al proble­ma De Deo uno. Se podrían multiplicar los ejemplos. Hay teología abierta cuando el hombre no dice más que lo estricta­mente preciso para aquello de que necesita hablar. Ésta es una virtud singular. Lo dice él mismo al comienzo de la Sum­ma, que quiere evitar cuestiones farragosas y ociosas, que más enturbian a los principiantes que les familiarizan con el conocimiento de la cuestión.
      Hecho a Santo Tomás este homenaje, que no está desliga­do de lo que voy a decir, elevando a través de él nuestras men­tes y nuestros corazones a Dios, me había propuesto hablarles a ustedes precisamente de la cuestión inicial que constituye la obra de Santo Tomás y que, en última instancia, define su persona y su obra. Fue un gran teólogo, evidentemente; pero además un gran teólogo que se acercó a la teología en una forma muy concreta: en forma especulativa, filosófica, meta­física. No digo que su obra no sea pura teología, lo es eviden­temente; pero es una teología enfocada desde un ángulo de­terminado, probablemente por el público que escuchó a Santo Tomás, constituido por creyentes de tres religiones: judíos, árabes (éstos no le escucharon, pero virtualmente debatía con ellos) y cristianos. El problema de Dios presenta, pues, para Santo Tomás esta doble faceta: por un lado, es resultado de la reflexión filosófica y, por otro, es justamente lo que llena toda su obra teológica. ¿Les parece a ustedes que, como homenaje al pensamiento de Santo Tomás, conversemos sobre el pro­blema con que inicia la Summa: «Utrum Deus sit».
      Es curioso que, antes de contestar a esta pregunta, lo que hace Santo Tomás es justificar la pregunta misma. Se pregun­ta, efectivamente: «Utrum Deum esse, sit per se notum», si la existencia de Dios es una verdad conocida por sí misma. Aho­ra bien, aquí es donde me parece que convendría hacer incidir la cuestión. Santo Tomás justifica dicha pregunta presumien­do que hay que contestar a la misma mediante el análisis del juicio «Dios existe», o, si dicho juicio fuera de orden sintético, mediante una demostración. Pero la primera dificultad con que tropieza Santo Tomás no es justamente el texto de San Anselmo, que es en lo que ordinariamente se piensa, sino con un texto de San Juan Damasceno: «Illa enim nobis dicuntur per se nota, quorum cognitio nobis naturaliter inest, sicut pa­tet de primis principiis. Sed, sicut dicit Damascenus in princi­pio libri su¡: omnibus cognitio existendi Deum naturaliter est inserta. Ergo Deus esse, est per se notum». A lo cual contesta Santo Tomás (permítanme que cometa la pedantería de leerles a ustedes precisamente el texto): «Ad primum ergo dicendum quod cognoscere Deum esse in aliquo communi, sub quadam confusione, est nobis naturaliter insertum, in quantum scilicet Deus est hominis beatitudo: horno enim na­turaliter desiderat beatitudinem, et quod naturaliter desideratur ab homine, naturaliter cognoscitur ab eodem. Sed hoc non est simpliciter cognoscere Deum esse; sicut cognoscere venien­tem, non est cognoscere Petrum, quamvis sit Petrus veniens: multi enim perfectum hominis bonum, quod est beatitudo, existimant divitias; quidam vero voluptates; quidam autem ali­quid aliud».
      Ahora bien, leyendo este texto, lo primero que se observa es que la expresión per se notum tiene en el propio Santo Tomás dos sentidos completamente distintos. Uno, el que más le interesa sin duda alguna, es el per se notum en sentido ló­gico que constituye el argumento ontológico: «Id quo maior cogitari non potest...», aquello mayor que lo cual nada se puede pensar, envuelve en sí analíticamente la existencia de Dios. Cuando Santo Tomás dice que va a hacer una demos­tración, porque la existencia de Dios no es algo per se notum en este sentido, tiene delante el Proslogium de San Ansel­mo. Pero hay otro sentido del per se notum distinto del co­nocimiento expresado en un juicio tal que el predicado estu­viera analíticamente contenido en el sujeto. Santo Tomás llama per se notum a aquel conocimiento que está «naturaliter nobis insertum», inserto naturalmente en nosotros; y esto es otra historia, una dimensión totalmente distinta del per se no­tum. En el ejemplo mismo que pone Santo Tomás, el de la felicidad, no se trata de juicios analíticos, sino de un per se notum en el sentido de algo inserto naturalmente en noso­tros.
      Santo Tomás no insiste especialmente sobre este segundo sentido del per se notum en el resto de su obra. Se explica, porque está viviendo en un mundo de creyentes de distintas religiones, al fin y al cabo todos ellos monoteístas. Además en un mundo en que estos monoteístas han hecho ya una obra teológica: la teología judía y sobre todo la gran teología islámi­ca. Probablemente por esto Santo Tomás no insiste en el se­gundo sentido y pasa rápidamente al primero, que es el de San Anselmo, sosteniendo frente a él la necesidad de demos­trar la existencia de Dios.
      Hoy el problema de Dios se plantea al hombre moderno con un cierto dramatismo superior. El hombre que hoy se pre­gunta por Dios, independientemente de la respuesta que dé, no pensará nunca en que esa pregunta está motivada simple­mente por saber si efectivamente el predicado está contenido en el sujeto. Se acercaría más a admitir que a lo mejor su pre­gunta está motivada por una cosa más radical, como es el de­seo de la felicidad. Pero indiscutiblemente el ateísmo en la época de Santo Tomás no pasó de ser una posición especula­tiva, rápidamente desechable poniendo delante una serie de pruebas racionalmente válidas. Ni que decir tiene que hoy, a pesar y a despecho de esas pruebas, el ateísmo invade el alma contemporánea. De aquí que no esté de más volver al texto de Santo Tomás para comprender que el problema de si Dios existe tiene estratos distintos, apoyados el uno por el otro, y que para el hombre de hoy se presentan con una agudeza que probablemente no se presentaron en la época de Santo To­más, aunque esto no pasara desapercibido para él.
      Creo que el problema de Dios tiene tres estratos. El pri­mero es justificar la pregunta: ¿Por qué preguntamos si Dios existe? Veremos que esto nos dice ya algo sobre Dios mismo. El segundo estrato es distinto: queremos saber si aquello por lo que preguntamos es realmente la primera de todas las cau­sas. Pero hay un tercer estrato en el que llegamos a admitir que esa causa no se agota con su causalidad primera, sino que es una realidad dotada de trascendencia personal. Cada uno de esos tres estratos se apoya en el anterior y me parece que debe ser considerado cada uno por sí mismo. Ni que decir tiene que me voy a fijar más en el primero. Los otros dos son más conocidos, aunque sin embargo diré algo sobre ellos.
      En primer lugar, la pregunta acerca de Dios en tanto que problema. ¿Por qué y cómo se pregunta el hombre actual acerca de Dios? Santo Tomás lo apunta en ese texto, más que en la consideración que hace acerca de la felicidad humana en el vulgar ejemplito que pone: «cognoscere venientem non est cognoscere Petrum, quamvis sit Petrus veniens», conocer que alguien viene no es conocer a Pedro, aunque sea Pedro el que viene. Este problema no pasó desapercibido para Santo Tomás, está en su propio texto. Lo que pasa es que quizás al hombre actual le sea particularmente importante insistir y explicar si efectivamente hay alguien que viene, antes de averiguar si es Pedro el que viene. Acerca de este «aliquis veniens», de si alguien viene, Santo Tomás dice rápidamente (me parece que más a título de ejemplo que de tesis) que conocer que Dios existe «in aliquo communi et sub quadam confusione», de modo general y confuso, es algo que se da en el hombre por su deseo natural de felicidad. Luego viene el ejemplo de Pedro. Ahora bien, me parece que, prescindiendo del hecho de la beatitud, hay que centrar la reflexión en lo que Santo Tomás nos dice: «quod sit aliquis veniens», que hay alguien que viene. Si esto es verdad, está justificado que nos preguntemos luego quién es el que viene. Éste es el sentido radical y primario en que, modestamente creo, debe plantearse en un primer paso el problema de Dios a muchos de los espíritus actuales.
      Decía a ustedes que Santo Tomás nos habla aquí de la felicidad un poco a título de ejemplo, es decir, que no se hace cuestión central en decir si el veniens consiste simplemente en aspirar ad beatitudinem. En rigor, cuando el hombre actual se pregunta ardientemente, sin duda alguna, si Dios existe en sentido de si alguien viene, realmente se hace la pregunta con un temple de ánimo, por lo menos con una noción distin­ta a la que pudo hacerla el hombre creyente en otras épocas de la historia. Se hace la pregunta con la condición de que al formularla, y no solamente al darle respuesta, le va en ello su realidad, su persona, su vida entera. Las épocas históricas mo­dulan y matizan los aspectos de una cuestión más en un senti­do que en otro según sus diversos momentos. Innegablemente el hombre actual, y en eso tiene razón, siente que en la for­mulación del problema acerca de Dios, en tanto que pregunta, va envuelta la realidad entera del hombre en todas sus dimen­siones, y no solamente como aspiración a la beatitud. Quien efectivamente nos diga qué es el hombre en aquella dimensión en la que surge la pregunta acerca de Dios ha de poner en juego la totalidad de su realidad. El hombre es una realidad y, a fuer de tal, está entre otras realidades. Pero lo está de una manera sumamente especial, como realidad personal. Por consiguiente, es en la estructura de la persona de donde hay que arrancar, para ver cómo de la existencia personal, de la estructura metafísica de la persona, dimana inexorablemente la pregunta «utrum Deus sit», si efectivamente Dios existe.
      En efecto: ¿Qué es una realidad personal? ¿Qué es el hombre como persona? Cualquiera sea la definición más técnica, por lo menos aparentemente, que pueda darse de la persona, innegable­mente una realidad es personal cuando se pertenece a sí mis­ma en el sentido de ser su propia realidad. Toda realidad es propia en cierto sentido, tiene sus propiedades. No es lo mis­mo un electrón que un pez; la sierra del Guadarrama que un Guadarrama que un ferrocarril; aunque algunas de estas cosas sean evidentemente artificiales, todas tienen sus propiedades. Pero en el caso de la persona la propiedad tiene un carácter que yo llamaría redu­plicativo: no sólo tiene propiedades, sino que consiste formal­mente en apropiarse, en ser propiedad suya. El hombre como persona no sólo es lo que efectivamente es, sino que en cada uno de sus actos se afirma a sí mismo como siendo una reali­dad propia que se pertenece a sí misma y no a los demás. Esto es, si ustedes quieren, la versión de la célebre incomuni­cabilidad, que interviene en todas las definiciones metafísicas de la persona. El hombre se pertenece a sí mismo como rea­lidad propia y toda realidad, que en forma reduplicativa es propia, es formalmente persona.
      Si ser persona consiste en ser mío, uno puede preguntar­se: ¿En qué carácter de esa realidad estriba el que efectiva­mente tenga esa propiedad? Entre técnicos no necesito insistir demasiado en que esa propiedad es justamente la inteligencia, cualquiera que sea la idea que el hombre se haga de ella. La inteligencia, en efecto, pertenece a mi realidad, y es una rea­lidad que, puesta en ejercicio o en acto, envuelve la propia realidad que ejecuta el acto. Al habérselas con las cosas y con­sigo mismo en tanto que «otro», se las está habiendo consigo en tanto que «mismo». Justamente ahí está reduplicativamente la propiedad de la persona.
      Si una realidad tiene su sustantividad última y radical en la inteligencia, eo ipso es persona. La condicional es esencial. Los teólogos piensan inmediatamente por qué lo digo; pero volveré inmediatamente sobre ese punto. Una realidad perso­nal es, pues, esencialmente una realidad que es propia «for­maliter et reduplicative», y que lo es precisamente por su inte­ligencia, y es en ésta en donde se encuentra su última y radical sustantividad.
      Ahora bien, esta definición de la persona necesita ser precisada. ¿Qué se entiende por propiedad? Puede entenderse lo que acabo de decir. En efecto, el poseer esa estructura, en virtud de la cual se es propia, o por lo menos tener las condiciones aptitudinales para que en sus actos esta realidad le resulte propia, es la persona in actu primo. Todo hombre, desde el momento de su concepción, es persona en este sentido. La persona en acto primero es una sustantividad intelectiva. Podrá discutirse, dentro de esto, si la definición de la persona debe empezar por arriba o por abajo; si se debe elevar una de las sustancias a una determinación de la persona, o al revés: comenzar por afirmar esa especie de autopropiedad y ver en lo que llamaríamos naturaleza la forma concreta y determinada en que esta persona se realiza. Ésta es la discrepancia, accidental para nuestro problema, entre muchos teólogos griegos y los teólogos latinos. El hecho es que la persona definida en el sentido que acabamos de hacerlo, como propiedad en el sentido de tener una inteligencia en virtud de la cual sus posibles futuros actos sean actos de apropiación, es una definición de persona considerada en acto primero.
      Pero puede entenderse por propiedad algo distinto. Porque puedo, en efecto, considerar a la persona no solamente en su estructura, sino que puedo considerarla produciendo efectivamente actos. Ahora bien, los actos que la persona ejecuta, cuando son actos personales, los ejecuta con las cosas y consigo misma en tanto que otro. Llamemos a todo «cosa», aunque parece que hoy se tiene mucho horror a este vocablo. En estos actos, precisamente porque son de una persona y de una inteligencia, hay siempre una alteridad constitutiva entre el acto por lo que se refiere al término sobre el que recae y al sujeto de donde dimana. De aquí que haya dos vertientes completamente distintas en la propiedad y en la apropiación que, a mi modo de ver, es menester distinguir.
      En primer lugar por la que da al propio subjectum, al supuesto que ejecuta el acto. Parece que esto no necesita de más consideración. Sin embargo, este acto segundo, en orden al sujeto, tiene una estructura compleja. Se dice que la inteligencia tiene las cosas delante de sí. Esto, rigurosamente hablando, no siempre es verdad. La inteligencia puede habérselas con las cosas en muchas actitudes distintas. Cuando uno se encuentra con un amigo en la calle, el modo de estar con él es completamente distinto que si se encontrara con un objeto ante el cual se está. En algunos casos extremos el hombre se encuentra en una forma todavía distinta a cuando se tropieza con un amigo en la calle: por ejemplo, cuando por un esfuerzo de reflexión intelectual o cuando las cosas le absorben de una manera inaudita, entonces se encuentra ante ellas de una manera casi extática. Pues bien, cuando el hombre tiene ante sí una realidad en esta última forma, que yo llamaría de nuda presencia, evidentemente se actualiza el sujeto personal; ese modo de actualización es lo que se expresa en el lenguaje con nítida exactitud en el me. El me es una forma medial. Por lo menos se expresaría en la forma medial en las lenguas que tuviesen voz media. Una forma media no es ni tan siquiera reflexiva, mucho menos objetual. El hombre que está, por ejemplo, absorto en la contemplación estética de un cuadro, de un paisaje sin más, tomados unitariamente, este hombre tiene un me, evidentemente. Es la forma primaria y radical del acto segundo en que existe el sujeto personal.
      El hombre puede encontrarse con las cosas en otra dimensión distinta. Puede encontrarse no con una cosa que le absorbe, sino con una cosa entre muchas que están en torno suyo. Entonces es inexorable que cada una de las cosas esté, en cierto modo, contemplada desde otra, que ha podido comprender antes. En todo caso, en este ámbito el hombre se encuentra, no absorto en una cosa, sino colocado justamente en el centro de su campo intelectivo: entre las demás cosas. Entonces, el acto segundo de la persona es distinto del puro me; es lo que expresa precisamente el mí. Se siente un poco en el fuero interno de su propiedad, en cierto modo frente a cosas entre las que se encuentra.
      Solamente en un tercer acto intelectivo, en que la inteligencia toma una especie de distancia respecto de las cosas y las considera dejándolas a ellas allí y él quedándose aquí, es cuando las cosas se presentan como objeto y, entonces, el acto segundo, en que la persona existe, es rigurosamente lo que llamamos yo. Me, mi y yo son las tres dimensiones posibles y hasta separables del acto segundo de la persona. Para simplificar hablaremos nada más que del yo. Tan lejos está de ser el yo la definición metafísica de la persona, que no constituye sino su acto segundo. Es pura y simplemente el acto de una persona, pero no es aquello que la define en acto primero.
      Independientemente de este polo personal, si ustedes quieren, los actos recaen sobre un objeto. Estos objetos son variados. Y entonces aparece la propiedad de la persona en acto segundo en una dimensión distinta, en una serie de actos perfecta y cualitativamente distintos, insertos los unos en los otros, engarzados en una forma biográfica, en el decurso de una vida personal desarrollada con muchísimas diferencias y en muchísimos sentidos, según los hombres y las épocas históricas, con todos esos tipos de vida perfectamente distintos. En cada uno de ellos el sujeto personal cobra, independientemente de su yo, de su y de su me, una figura que le es propia, distinta una de otra, la que todos y cada uno de nosotros tenemos en nuestra vida. No solamente la figura un poco genérica del profesor, del religioso, del técnico, del abogado o del comerciante, etc.; sino, aun dentro de esto, cada uno tiene la suya propia, tiene su modo de ser, su peculiaridad: aquello que ha hecho de sí mismo a lo largo de su vida. Esto es también una propiedad, una cosa suya en acto segundo, pero que da más que al sujeto que ejecuta el acto, a la figura que la ejecución de este acto segundo imprime en él.
      Pues bien, a la persona in actu primo (y si ustedes quieren, para no entrar en sutilezas, también a la persona in actu secundo en sentido de sujeto) es a lo que yo llamaría estrictamente personeidad. Es aquella cualidad metafísica por la que el hombre, efectivamente, es realidad propia, sea desde un punto de vista puramente estructural en acto primero o sea en acto segundo como afirmación de esa su estructura. Y en cambio, a lo otro, a lo que uno ha hecho de sí en su vida, llamo personalidad. La distinción entre ambos términos es suficientemente clara. La persona es lo que se es, la personalidad es lo que se tiene. La personeidad se es desde que está uno concebido, por lo menos en acto primero, y en acto segundo en el primer acto personal que uno ejecuta. La personalidad, en cambio, es algo que se logra. Un recién nacido no tiene personalidad en sentido formal y reduplicativo del vocablo. La tendrá con todo lo que hace. La personalidad es algo que se va modificando en el curso de la existencia, que se va agrandando, en virtud de lo cual el hombre siempre es el mismo como persona, pero nunca es lo mismo, porque en todo instante el hombre va modulando y matizando su personalidad. Y la personalidad del hombre no está completa más que en el momento de su muerte, irremediablemente completa. En cambio, como persona y como personeidad, el hombre es lo que es desde el primer momento de su concepción.
      Ésta no es simplemente una diferencia conceptual. Si ustedes abren los libros de filosofía y de psicología actuales, se encontrarán no digo errores formales, pero sí desde luego con afirmaciones que para los habituados a la metafísica resul­tan desconcertantes. Cuando a uno le dicen personas de muy buen sentir y criterio eso de que el hombre es una persona sola, habría que distinguir entre personeidad y personalidad. Las disociaciones y todos los avatares que puedan acontecer psicológica y biográficamente en la persona humana afectan a su personalidad; no afectan para nada a su personeidad ni en acto primero, ni siquiera en acto segundo. Podrá la re­flexión sobre sí mismo hacer que a una persona sometida a una desintegración le resulte desconocida la otra personalidad suya. Pero generalmente hay una personalidad que conoce to­das las demás. Como quiera que sea, todas estas alteraciones -el P. Úbeda lo sabe mejor que yo- no afectan formalmen­te más que a la personalidad, dejando intacto y en pie el pro­blema de la personeidad. Es un absoluto error, por consiguien­te, creer que la persona es una cosa a la que se llega, que se va cobrando en la vida. Esto es absurdo. Ser persona se es desde el primer momento de la concepción. Y en tanto hay personeidad en cuanto se es propiamente persona. Ninguna complicación biográfica podría conseguir dar personeidad en acto primero ni, por consiguiente, tener personalidad en acto segundo, si previamente no se fuese persona en acto primero.
      No solamente la psicología y la antropología actual invi­tan a esta distinción y a su fijación terminológica, sino además el propio problema teológico de la persona de Cristo. Como personeidad, Cristo es el Verbo, la segunda Persona de la Tri­nidad. En cambio, creo yo, salvo meliori judicio, que su per­sonalidad fue perfectamente teándrica. Fue la personalidad no solamente de un carpintero, el hijo de José y María, y de un israelita, sino además la de un fundador de religión. Cuando Cristo dice que ha venido a cumplir la ley y no a derogarla, formula de una manera muy precisa cómo entiende fundar una nueva religión: consumando la antigua, pero trascendiéndola. La personalidad de Cristo es, yo creo, una personalidad perfectamente teándrica. Es evidente que Cristo tiene dos naturalezas, como el concilio de Calcedonia lo afirma textualmente. Pero esto no quiere decir que, porque sean realmente distintas, son incomunicables. La naturaleza humana está, por así decirlo, como puesta por absorción dentro no solamente de la persona, sino también de la naturaleza divina; y, recíprocamente, ésta es una especie de fondo que va empapando y trascendiendo su pura naturaleza humana, de una manera única y especial en el caso de Cristo; en los demás simplemente en forma de gracia. De ahí que, aunque la naturaleza humana sea puramente instrumental para la divina, de hecho la producción del acto (no me refiero únicamente a la moción de Dios en todas las causas segundas) es de una manera única y especial en Cristo un acto estrictamente teándrico. No son actos teándricos, a mi modo de ver, solamente los milagros o determinados actos aislados de la vida de Cristo; lo son todos sus actos y, en definitiva, su personalidad; y en su dimensión integral teándrica es una personalidad que se va engendrando, que va cambiando y que va creciendo en el curso del tiempo como dice textualmente el Evangelio: «Crecía en sabiduría, en estatura y en gracia delante de Dios y de los hombres». La personeidad de Cristo  va creciendo; pero sería absurdo pensar que la personeidad de Cristo en acto primero se ha ido adquiriendo a lo largo de la vida o que la persona de Cristo consiste en la conciencia que pudo tener de su propia divinidad.
      Creo que es esencial por lo menos haber introducido dicha fijación terminológica para tampoco confundir la persona con la conciencia psicológica del yo, cosa que alguna vez se ha hecho. Decir que Cristo tenía una especie de dos yos: el yo metafísico y el yo en tanto que conciencia de sí mismo, esto me parece absolutamente quimérico; porque en ningún hombre el yo es pura y simplemente un acto de conciencia: es un acto de intelección, que es distinto. La conciencia no tiene sustantividad alguna, es pura y simplemente el carácter del acto intelectual. Y en este acto intelectual, físicamente ejecu­tado y no conscientemente reflexionado, es donde estriba pre­cisamente el yo. A fuer de tal, este yo como sujeto de la per­sonalidad de Cristo es un yo en acto primero que envuelve en acto segundo una personalidad que se va haciendo a lo largo de la vida de Cristo. Y, en definitiva, creo que la persona de Cristo, en tanto que personalidad, es justamente la de un fun­dador de religión que no solamente enseña la doctrina, sino que con su vida y su obra funda y establece esta religión y re­dime a la humanidad.
      Hecha esta distinción, me parece que puede enfocarse el problema del constitutivo formal de la persona desde un pun­to de vista menos acre del que ordinariamente suele hacerse a veces. Dejando de lado si Cayetano (con su maravillosa auto­suficiencia todo el mundo era novicio para él, es de suponer que él alguna vez lo fuera) es o no el inventor de los modos, el hecho es que sobre la constitución de la persona hay dos tesis: la primera afirma que la persona se constituye formal­mente por un modo negativo, por no tener ninguna comuni­cación ni tan siquiera en forma de asunción. Es el caso de Cristo. La segunda sostiene que es necesario un modo posi­tivo, que constituya su clausura personal. Yo creo que, en cierto modo, ambas tesis son a la vez verdaderas y falsas. De­jemos de lado en qué sentido son ambas falsas. Dejemos de lado en qué sentido son ambas falsas, no me intere­sa en este momento este aspecto del problema. Pero, ¿en qué sentido pueden ser las dos a la vez verdaderas? Yo creo que dichos modos responden a dimensiones distintas del proble­ma. La personeidad, estrictamente hablando, no creo que ten­ga ningún modo positivo. La personalidad puede tener un modo positivo. Ustedes dirán que esto resulta poco inteligible. Pongamos un ejemplo. Lo malo es que, cuando se ha discuti­do acerca de esta cuestión con ejemplos, se ha puesto uno que siempre me ha irritado, que es si el célebre punto final de un segmento, de una línea, envuelve o no una modalidad dis­tinta de los demás puntos. Sobre ello debatieron Escoto y Ca­yetano. Escoto tiene las de ganar: el último punto no tiene nada que no tengan los demás; si le pasa algo es que no tiene vecino que siga; al pobre punto no le pasa nada más. Pero si el segmento pudiera conducirse a sí mismo como un todo, esto sería diferente. Pongamos otro ejemplo, hablemos de una lombriz de tierra. En primer lugar es un ser vivo y como tal se conduce como una totalidad en los múltiples actos de su vida. Pero si la parto en dos, generalmente cada una de las dos mitades continúa viviendo. ¿Qué tiene ahora de particular cada una de esas partes respecto a lo que era la lombriz an­tes? Pues simplemente, que a donde ahora termina y antes seguía, resulta que ahora termina y no sigue. Esto es mera­mente negativo, no hay aquí ningún modo positivo, le pasa lo que al punto final del segmento. Sin embargo, como la lom­briz no ha muerto, cada uno de esos segmentos constituye en­tonces un ser vivo entero; y este tener que conducirse la parte no ya como parte, sino como un todo autónomo, es una mo­dalidad positiva que evidentemente le es inexorable a la media lombriz desde el momento en que está segregada de la lom­briz entera. Lo que desde el punto de vista de la estructura del organismo no aparece nada más que como un modo negativo se convierte en algo esencialmente positivo en acto segundo tanto por lo que afecta a la personeidad como por lo que afecta a la personalidad. El carácter de totalidad que tiene una sustancia respecto de sus actos queda modificado, evidente­mente, en este caso. Ahora bien, desde el punto de vista de la sustancia misma, creo que allí no hay más que una cosa enor­memente negativa, que la lombriz no sigue, está partida.
     Supuesto, pues, que el hombre es persona en el sentido que acabo de decir, es evidente que en virtud de su propiedad, de ese su ser propio, se pertenece a sí mismo y, por pertene­cerse a sí mismo, si ejecuta un acto segundo, se encuentra frente a todo lo demás que no le es propio, que en una u otra medida es lo otro que uno. Es lo que yo he llamado alguna vez absoluto relativo. Absoluto en el sentido de que se perte­nece a sí mismo, e incluso se afirma posiblemente frente a Dios; relativo, evidentemente, pues es un ente finito, com­puesto de sustancias, que tiene que ejecutar actos, etc.
      Pues bien, estas dos dimensiones, personeidad y persona­lidad, no son dos dimensiones inconexas entre sí. Y precisa­mente en su conexión, es decir, en lo que constituye la intrín­seca unidad del acto primero con el acto segundo, es donde emerge inexorablemente la pregunta acerca de Dios.
     El hombre, cuando existe, no siente por experiencia su vida como un mero factum; sino que siente un poco el carácter misivo de su existencia, pues, como todo el mundo dice, “nos han echado al mundo». Y en ese carácter misivo el hombre se encuentra enfrentado (ahí sí diríamos «sub quadam confusio­ne» mayor o menor según los casos y las personas) de una manera física y no meramente lógica con eso que constituye el ignoto término. Justo es ésta la cuestión que nos impone la vida y que en cierto modo nos tiene atados a ella. Atados no solamente por un apego a la vida, sino por algo que no es la vida misma, sino que, al revés, nos hace precisamente estar en ella. Es lo que desde un punto de vista etimológico se llama justamente «religio», «religatum esse».
      La existencia humana está en su sentido biográfico y personal religada de raíz. Pues bien, la religación es justamente lo que constituye la propiedad de la persona en acto primero. Toda vida es por esto constitutiva, esencial y metafísicamente religada, no precisamente por un acto reflexivo, sino simplemente por una actitud.El carácter relativamente absoluto de la persona en acto primero se plasma en acto segundo no tanto por un acto como por una actitud. Como toda actitud, nos abre por lo menos el panorama y el ámbito de aquello respecto de lo cual es actitud. En este caso la religación nos abre precisamente el ámbito de algo que físicamente nos tiene religados, a lo que estamos interna e intrínsecamente religados, sea ello lo que fuere. Y ese ámbito, que es el conjunto de todo lo demás en tanto que realidad y en última instancia como realidad, es precisamente lo que llamaríamos la ultimidad. Es lo que constituye el punto de apoyo en el cual el hombre se siente enviado a la existencia, apoyado en la existencia y religado constitutivamente a ella. Esto no es todavía Dios, pero es el primer estrato del problema de Dios, lo que yo llamaría pura y simplemente «deitas».
      El problema de Dios emerge, pues, metafísica e inexorablemente no de dimensiones especiales del ser humano, ni tan siquiera de la beatitud, sino de algo primario: de la condición misma del ser humano en tanto que persona. Por ser persona y vivir en acto segundo en tanto que persona, el hombre está inexorablemente religado a algo que no sabemos todavía lo que es. Podría ser simplemente las cosas que nos rodean, pero el hombre se encuentra frente a ellas no simplemente como cognoscente o como paseante, sino como un ser religado. Y, en este sentido, el término de esta actitud no es formalmente una cosa que hay, sino lo que hace que haya. El hom­bre se encuentra viviendo a base de algo que hace que haya, aunque no sepa lo que es. Y esto es precisamente lo que yo llamaría la religación. La religación, como actitud, nos des­cubre el ámbito de la deidad, y la dimensión primaria de la deidad es justamente la religación. Como quiera que sea, el ámbito primario y primero como la divinidad se presenta al hombre es precisamente como término que nos tiene religa­dos o atados a sí, descubierto por la estructura de religación. La pregunta acerca de Dios no es, por tanto, una pregunta de justificación lógica de una tesis previamente admitida, que es precisamente lo que pasaba en la época de Santo Tomás, en la que todo el mundo creía que había Dios; sino que el hom­bre actual siente que en la pregunta acerca de Dios le va su realidad y su ser entero. Y con razón, porque, efectivamente, la raíz por la que el problema de Dios está inexorablemente planteado es su metafísica estructura personal.
     Ahora es cuando la pregunta necesita una precisión pos­terior. ¿Y qué es eso que nos tiene religados? Es un segundo estrato. Y aquí es donde efectivamente se incardinan, en su debido modo y forma, las «quinque viae» en las que Santo Tomás, más que referirse al planteamiento del problema de Dios en el sentido de «aliquis veniens», se pregunta «utrum sit Petrus veniens», si el veniente es efectivamente Pedro. Esto es lo que demuestran las vías. Este segundo estrato del pro­blema de Dios vive precisamente del primero, porque el pri­mero es inestable por sí mismo. Pero cuanto más claro le sea al hombre, en una primera reflexión, que en esta actitud religada se le coloca en el ámbito de la deidad, tanto más in­comprensible le resulta qué es esta deidad. San Pablo lo ex­presaba perfectamente en el discurso del Areópago atenien­se: el hombre va ciertamente a-tientas, jelafeseian, teniendo que averiguar qué es esa deidad en la cual existe. Ainigma «enigma», llamaba el propio San Pablo a la visión de Dios en el universo. De una manera enigmática se en­cuentra el hombre teniendo que averiguar qué es eso que le tiene atado; y ahí es donde tiene que ejecutar un acto estric­to de razón discursiva, tiene que demostrar que Dios existe, porque no es algo per se notum ni en sentido de San Ansel­mo, ni en sentido de un conocimiento naturalmente inserto en nosotros. Si el primer análisis de la deidad es un acto de simple inteligencia, más o menos prolijo, este segundo es un acto de inteligencia estrictamente discursiva. Tiene el hom­bre que dar una demostración.
      No voy a darles a ustedes esas demostraciones que cono­cen mejor que yo. Pero sí quiero apuntar que, tal vez, esas de­mostraciones tengan una unidad interna. Se ha dicho que las cinco vías tienen la unidad interna que les confiere la distin­ción real entre esencia y existencia, y se apela a un texto es­crito por Santo Tomás en De ente et essentia. Bien, esto es muy posible, no lo discuto; pero me parece que sin elevar la cuestión a una dimensión metafísica de ese orden, puede tal vez descubrirse la unidad de las cinco vías en su modesto pun­to de partida, como Santo Tomás mismo lo hace, cuando nos dice: «Prima autem et manifestior via est, quae sumitur ex par­te motus: Certum est enim, et sensu constat, aliqua moveri in hoc mundo». Santo Tomás no parte aquí de una grave cons­trucción; parte de una cosa trivial, al alcance de todo el mun­do, y lo mismo cuando habla de la causalidad eficiente. Creo que hecho un poco el balance de las cinco vías, su punto de vista no es el de un sistema metafísico, sino el trivial del prin­cipiante, al que se le van a enseñar las razones de la existencia de Dios, que es lo que Santo Tomás se propone en la Summa.
      En fin, creo que podría pensarse por un lado que el con­junto de la realidad que nos rodea tiene una cierta unidad. Una unidad no solamente de adaptación de unas cosas con otras, sino además una unidad por razón de su carácter de realidad en tanto que realidad. Inmediatamente la reflexión so­bre estas realidades que son unas, que tienen una unidad por razón de la realidad, nos descubriría que todas estas realidades se hallan funcionalmente conectadas las unas con las otras. Ninguna existe o nace en cierto modo aislada de las demás sino en función de las demás, cualquiera que sea el carácter de esa funcionalidad. El espíritu humano nace, el niño nace. Que su alma la crea Dios, ésta es una cuestión ulterior. El he­cho es que ese espíritu ha nacido en un trozo de materia, en el seno de ella y en función de otra materia y otro espíritu, que es el de sus padres, aunque no haya traducción, eviden­temente. La funcionalidad es real. Y desde el momento en que hay una funcionalidad en el orden de la realidad en tanto que realidad, hay causalidad. Causalidad no es otra cosa sino la funcionalidad de lo real en tanto que real. Y esta funciona­lidad es justamente la que nos importa en este caso.
      A la célebre crítica empirista de si el tirón de la cuerda es lo que produce el sonido de la campana, se contestaría dicien­do que se sale de la cuestión; porque cuando se dice que las realidades son funcionales, no quiere decirse que el sonido esté producido por el tirón de la cuerda. A última hora podría no haber más causa que Dios. El ocasionalismo es falso, pero metafísicamente no es imposible. Lo que sí es evidente es que, desde el momento en que hay funcionalidad, que hay una dependencia cualquiera entre el sonido de la campana y el tirón de la cuerda, el sonido de la campana no ha cobrado existencia más que de una manera funcional. Y, consiguiente­mente, remite a algo que es justamente su fundamento en el orden de la realidad; esto es, a su causa. La unidad del universo es una unidad estrictamente causal y entonces, por el razonamiento clásico de Santo Tomás, se iría a parar a que hay una causa primera, porque en el orden de la realidad, cuando la dependencia es per se, no es posible un progreso in infinitud; al contrario, la realidad por la que se pregunta queda en suspenso en tanto que realidad, mientras no se conteste; y aplazar hasta el infinito la contestación es dejar infinitamente en suspenso la realidad de las cosas. Luego evidentemente se tiene que ir a parar a un primer término. Así nos aparece por lo pronto la deidad como causa primera. Y como causa primera es una causa fontanal. No es una causa que haya hecho que las cosas sean, sino que está haciendo que efectivamente sean; es la raíz primaria de donde emerge como de «natura naturans» la totalidad de lo que existe, y que, sin embargo, no va envuelta en el proceso mismo de su producción. De lo contrario volveríamos a hacer el argumento de que una causa que está afectada por su efecto necesita a su vez de otra causa anterior. Ahí las cinco vías tienen su inexorable función. Se puede tomar esa unidad y esa funcionalidad desde puntos de vista distintos, que probablemente corresponderían a otras tantas vías, en este caso las cinco de Santo Tomás.
      Ahora bien, parece que con esto se habría contestado a la pregunta de si el que viene es Pedro. Pues no completamente, porque, como el propio Cayetano lo dice en el comentario a las cinco vías, éstas, en realidad, más que demostrar a Dios, demuestran la existencia de una realidad de la que después habrá que ver si tiene los atributos que todos otorgamos a Dios. Y, efectivamente, Santo Tomás lo hace en las cuestiones siguientes. Dejando de lado esta referencia histórica, suponiendo que se haya demostrado, no ya ante el metafísico sino ante un público que cree en religiones distintas, la existencia de una causa primera, surge una pregunta inexorable: ¿Esa causa primera es Yahvé, es el Padre Eterno del Evangelio o es Júpiter o Varuna?
      Estamos ante la tercera cuestión, que es el tercer estrato del problema de Dios. Y a ese estrato responde el hombre no solamente afirmando la primacía causal de la divinidad, sino afirmando su trascendencia personal por encima de la propia causalidad. Y si al primer punto [que algo viene] se llega por un análisis más o menos largo y reflexivo de simple intelec­ción, y si al segundo [que lo que viene es una causa primera], por un acto de estricta razón demostrativa, al tercero [que esa causa primera sea un Dios personal] probablemente no se lle­ga sino por una forma distinta de razón, que no es la razón de lo racional, sino la razón de lo razonable. Aquí es donde se in­serta naturalmente el tercer estrato. Dejando de lado las dife­rencias entre escotistas y tomistas en punto a la demostrabili­dad de la personalidad de Dios, lo razonable no está desconectado de lo racional, porque racionalmente se puede demostrar que la causa primera es buena y, siéndolo, es ra­zonable pensar que el curso de la existencia humana y de la historia está precisamente encuadrado en esa bondad primaria. Dios no ha podido dejar al hombre errante y errabundo, siendo precisamente una causa primera esencialmente buena.
      Ahora bien, siendo esto así, se me viene a la mente una reflexión del propio Cayetano cuando habla de la presciencia divina y se enfrenta con el problema de la libertad de los actos. Después de invocar un poco autoritariamente al novicio, termina di­ciendo que quizás haya que resolverse a encontrar algo que está allende de la necesidad y de la contingencia. No dijo en qué consistía esto, ni soy yo un Cayetano para poder decirlo; pero innegablemente es uno de los puntos esenciales que se ha dicho en teología y en metafísica. No está dicho que la di­visión entre lo necesario y lo contingente, sobre todo en el sentido de la futurición, sea la última palabra de la causalidad, de ninguna manera. Uno podría pensar que las cuatro dimensiones de la causalidad: material, formal, eficiente y final, son precisamente las cuatro dimensiones de la causalidad primera en tanto que primera. Pero, si esa causalidad primera está ejercida por un ente que tiene trascendencia personal, entonces quizás la razón formal y unitaria de esas cuatro causas se encuentra en algo distinto que las abarca y trasciende formalmente con una estructura metafísica: esto es precisamente el amor.
      La causalidad divina produce el mundo; incluso con libertad; esto puede demostrase, pero no es lo mismo producirlo con libertad que producirlo por efusión de amor. En tanto que realidad trascendente dotada de trascendencia personal, el concepto de amor absorbe en su estructura metafísica las cuatro dimensiones clásicas de la causalidad. El inconveniente de las cuatro causas no es que sean cuatro, sino que precisamente la mente se haya visto propensa a analizar cada una de ellas en su particularidad, diciendo a lo sumo que la causalidad de la causa eficiente se encuentra en la causa final, etc., sin haberse planteado quizás de una manera rigurosa en qué consiste la razón unitaria de la causalidad en tanto que causalidad. Y aplicada entonces a nuestro problema, podría verse que efectivamente el amor, en tanto que amor personal, absorbe pero transciende la dimensión de la causalidad lo mismo en su dimensión de libertad que en su dimensión de necesidad. Y es que del amor dice Santo Tomás que es el acto formal y supremo de la voluntad. El acto de amor tiene distintas dimensiones: por un lado, el amor como apetito que entraría un poco dentro de la causalidad final, si ustedes quieren; y, por otro lado, el amor como acto de la voluntad en el sentido racional del vocablo, es decir, como determinación. Si en la primera dimensión del querer decimos: «yo quiero a una mujer, yo quiero a mis padres, etc.»; en la segunda: «yo quiero hacer tal cosa». Pero hay algo anterior incluso a la determinación libre, que es el estar metafísicamente abierto a darse. Y precisamente en esto está la forma suprema del amor y donde la causalidad del amor como dote personal trasciende las cuatro dimensiones de la causalidad, absorbiéndolas formalmente.
      Si desde el punto de vista de la causa primera Dios es creador, desde el punto de vista de su trascendencia personal la creación es una donación. Y precisamente en la línea de lo razonable es donde el hombre, en cierto modo por experiencia estricta o más o menos analógica, ha ido, como dice San Pablo, «tanteando la Divinidad, buscándola, hasta tropezar con ella y encontrarla», a lo largo de ese inmenso catecumenado teológico, que ha constituido la historia de la religión cristiana desde Abrahán hasta la muerte del último apóstol. Cuando el Antiguo Testamento quiere decir lo último de Dios, por lo menos una de las cosas últimas, emplea un solo vocablo, la palabra hesed, que afortunadamente para el hebreo tiene dos vertientes, que en lenguas como el griego y el latín se traducen por dos palabras distintas que constituyen siempre un problema de exégesis. Pero la verdad es que el hebreo las ha pensado unitariamente: hesed es la buena disposición. Vista desde el hombre que se pone en manos de Dios, significa el acto de la religión, de la piedad, lo que un griego llamaría eusebeia, que traducimos un poco por religio en sentido de religiosidad personal. Pero desde el punto de vista de Dios significa otra cosa distinta: la iluminación libre y amorosa con que Dios se vierte sobre el hombre, lo que el Nuevo Testamento traduce por járis, por «gracia». La unidad precisamente de estos dos términos es la estructura metafísica del amor, expresada en hesed, que envuelve precisamente en la donación amorosa de Dios la inclinación piadosa del hombre, su inclinación religiosa inscrita en la línea de lo razonable.
      Yo creo que en este sentido podría interpretarse filosóficamente la historia de la religión como la historia de la palpitación de Dios en el fondo del espíritu humano y de los tanteos infructuosos, pero que en definitiva han demostrado una línea perfectamente unitaria, por los cuales el hombre ha llegado a descubrir a Dios, no por un razonamiento, sino precisamente por una especie de experiencia histórica. El hombre, como persona, tiene una cierta experiencia de la realidad que es el primer barrunto de lo razonable. Incluso cuando hace actos racionales, además de lo que estas razones valgan, el hombre ha cobrado una cosa distinta, que es la experiencia de aquellas verdades. El matemático, aparte de las verdades que haya descubierto, tiene de las cosas matemáticas una connaturalidad. El teólogo, dice Santo Tomás, no viviría sin la «connaturalitas cum divinis». Sin esta connaturalidad, adquirida en la vida personal y a lo largo de la historia, el hombre no hubiera accedido jamás a descubrir la realidad personal de Dios. Pero una vez descubierta esta realidad y manifiesta en Cristo, nos encontramos precisamente en Él no sólo con una recapitulación en el sentido entitativo del vocablo, es decir, porque en Él están todos los elementos materiales y espirituales de la creación, sino también con una recapitulación histórica, como el oculto principio de aquello que en su término se ha revelado como descubrimiento a lo largo de la historia.
      Estos tres estratos: de Dios «qua deitas», de Dios «qua ens» y de Dios «quoad Deum personale», creo que son los tres estratos, fundados -como ustedes ven- el uno en el otro y cuyo análisis ulterior constituiría, para mí al menos, el cuadro en el que habría que inscribir hoy un tratado De Deo uno”.

II. COMENTARIO BREVE

         1. Eco lejano y sugestivo de la conferencia

El acto académico más importante celebrado en los Institutos de Filosofía y Teología de los PP. Dominicos en Madrid con motivo de la fiesta de santo Tomás de Aquino el año 1959 estuvo protagonizado por Xavier Zubiri. El acontecimiento es evocado en la obra “Xavier Zubiri. La soledad sonora” (Madrid 2006) con estas palabras: “El 8 de marzo, fiesta de santo Tomás de Aquino, Xavier Zubiri imparte una conferencia titulada “Utrum Deus sit” [Si Dios existe], en el Estudio General que los Padres Dominicos tienen en Alcobendas, cerca de Madrid. En ella hace una valoración de las pruebas tomistas de la existencia de Dios. Pero, antes, insiste en reflexionar sobre «el porqué y el cómo de la pregunta del hombre actual acerca de Dios», pues la historia modula las nociones y el hombre creyente de hoy tiene sus propias inquietudes.
         Citando un ejemplo de santo Tomás («conocer que alguien viene, no es conocer a Pedro, aunque sea Pedro el que viene»), Zubiri sostiene que para el hombre contemporáneo la primera inquietud es saber «si efectivamente hay alguien que viene, antes de averiguar quién es el que viene». El planteamiento riguroso del problema de Dios exige hoy «un análisis más o menos largo y reflexivo de la simple intelección». Las cinco Vías de santo Tomás podrían tener luego algún valor como esfuerzo de la razón demostrativa. Pero, en todo caso, «más que demostrar a Dios, demuestran la existencia de una realidad de la que después habrá que ver si tiene los atributos que todos otorgamos a Dios. [...] .
         Suponiendo que se haya demostrado, no ya ante el metafísico, sino ante un público que cree en religiones distintas, la existencia de una “causa prima”, la pregunta es inexorable: esa causa primera ¿es Yahvé, es el Padre Eterno del Evangelio, es Júpiter o es Varuna?». Al Dios cristiano «no se llega sino por una forma distinta de razón, que no es la razón de lo racional, sino la razón de lo razonable». Por experiencia estricta el hombre ha ido, como dice san Pablo, «tanteando a la Divinidad, buscándola, hasta tropezar con ella y encontrarla», a lo largo de ese inmenso catecumenado teológico que ha constituido la historia de la religión cristiana desde Abraham hasta la muerte del último Apóstol. Y lo que ha encontrado es un Dios amor que está allende la necesidad y la contingencia”. 
         El diálogo que siguió entre el ilustre conferenciante y algunos profesores del Centro resultó dinámico y dialécticamente magistral. Por una parte, el mero hecho de invitarle fue por parte de los Dominicos fue un gesto de apertura intelectual y comprensión hacia Zubiri teniendo en cuenta su trayectoria intelectual y drama personal que es magistralmente descrito en la obra citada. Sobre todo si tenemos en cuenta que por aquellas fechas se había desatado la famosa ofensiva contra el pensamiento de José Ortega y Gasset protagonizada por el dominico Santiago Ramírez. Para mi aquel encuentro con Zubiri fue muy estimulante y ejemplar como se deduce de lo que digo a continuación.
         Entre los actos académicos que tradicionalmente se celebraban en el Estudio General uno de ellos consistía en que un estudiante pronunciara una conferencia asesorado y guiado por un profesor. Pues bien, el curso académico 1959/1960 recibí yo el encargo de preparar y pronunciar el tradicional discurso ante los estudiantes y profesores del Centro sobre el tema “Filosofía de la personeidad”. Este término lo había utilizado Zubiri en su conferencia con gran sorpresa mía y esa fue la razón que me llevó a precisar el significado del mismo comparándolo con otros conceptos de la metafísica clásica.
         Veinte años más tarde recordábamos los dos con nostalgia en su despacho de Madrid aquella fecha memorable y le informé sobre mi artículo inspirado en el término personeidad que él había utilizado en su conferencia. Como respuesta me dijo que se le había ocurrido utilizar ese concepto reflexionando sobre la Eucaristía y que lo comentó con su amigo el cardenal Pacelli, futuro Pío XII, al cual le pareció bien su propuesta. Nuestros contactos posteriores fueron relativamente frecuentes por teléfono y sobre todo con motivo de la presentación regular de sus libros. En una ocasión me dijo que tenía mucho interés en que a esos actos públicos asistieran teólogos.

         2. Zubiri y los dominicos
        
         Al comienzo de la conferencia Zubiri habló a corazón abierto sin disimular su aprecio a los dominicos por haber sido invitado a la celebración religiosa y académica de la festividad de Santo Tomás de Aquino. Sus palabras introductorias son bastante expresivas a este respecto pero me parece oportuno añadir lo siguiente. Xavier Zubiri sintió gran admiración por el P. Lagrange, O.P, fundador de la Escuela Bíblica de Jerusalén, como consta en su artículo necrológico titulado “A la mémoire du P. Lagrange O.P., docteur de la tradition biblique”, publicado en 1938 en SPF. Por otra parte, siendo Zubiri director de la Sociedad de Estudios y Publicaciones, invitó al dominico P. Marie-Émile Boismard para que impartiera unas lecciones bíblicas en Madrid y me consta que el pago por ellas fue generoso. Otro detalle digno de destaque. En 1920 el Collegium Teologicum Romanae Universitatis otorgó a Zubiri el título de Doctor en Teología, del que él tanto se gloriaba. Lo cual tuvo lugar siendo presidente de dicha institución vaticana el teólogo dominico Alberto Lepidi, al que después citará hablando del conocimiento de Dios. Este es el contexto dentro del cual hay que situar las palabras de Zubiri en la introducción a su célebre conferencia.

         3. Sobre el contenido sustancial de la conferencia

         Leído el texto íntegramente al cabo de más de 50 años y no solo recordado a retazos en la memoria, me parece oportuno destacar lo siguiente. En primer lugar, Zubiri admira la serenidad intelectual del Aquinate. Serenidad que contrata con el apasionamiento sospechoso de muchos intelectuales antiguos y modernos. Leyendo a Santo Tomás, en efecto, la mente se relaja y descansa en un océano psicológico de paz, abierto a todas las novedades que razonablemente van surgiendo. Zubiri planteó luego el problema de la existencia de Dios guidado por la mentalidad de su tiempo acerca del mismo y las famosas cinco vías de razonamiento diseñadas por Santo Tomás. La forma de expresarse de Zubiri poco o nada que tiene que ver con las forma de expresarse de Santo Tomás pero el resultado final de su conferencia es sustancialmente el mismo. Partiendo de reflexiones triviales sobre el fenómeno del movimiento, de la dinámica de las cosas y otros análogos la razón humana es capaz de ofrecer una respuesta metafísica sólida al gran interrogante sobre la existencia de eso que culturalmente y en el argot teológico llamamos Dios. Y lo que es más. El proceso seguido para llegar a esa conclusión pasa por diversas etapas de reflexión en el camino hasta llegar a la etapa del Dios como persona, y no sólo como simple realidad o ente causal primero inmerso en este mundo como lo están el hueso o la semilla en el interior de una hermosa y concupiscente manzana.
         Está claro para cualquier persona psicológicamente normal que Algo hay por ahí que da sentido y consistencia a todo lo que tenemos delante de nuestros ojos. El paso siguiente consiste en descubrir también que ese Algo es Alguien personalizado que cultural y teológicamente denominamos Dios. La cuestión de la existencia de Dios puede tener una respuesta adecuada a la capacidad humana de observación, de pensamiento y reflexión. Otra cosa es conocer la esencia de ese ser personal trascendente. Para responder a esta fascinante cuestión Zubiri, como Santo Tomás, recurre a la Sagrada Escritura y a Cristo como rostro visible del Dios invisible. La reflexión filosófica es una etapa de conocimiento superior al puramente científico pero inferior al de la revelación cristiana y la reflexión teológica sin la cual nos quedamos a medio camino.
         Así las cosas, el camino andado por Santo Tomás con sus célebres cinco vías sigue siendo una pista de orientación racional de valor permanente por más que puedan indicarse otras también razonables. Por lo demás, la inclusión del amor de Dios en la reflexión filosófica y teológica es un detalle sorprendente y edificante. Si Dios es persona, su amor tiene que ser necesariamente personal, con lo cual echa por tierra la interpretación unilateral del amor en clave sexual y de enamoramiento con olvido de la dignidad personal. Por otra parte, para Zubiri la reflexión teológica propiamente dicha pasa por la aceptación de la divinidad de Cristo. No en vano la propuesta que hace de introducir el concepto de personeidad obedece a su preocupación por conocer más y mejor la realidad de Cristo como rostro visible de Dios. Dicho lo cual, me interesa destacar ahora la importancia que el ilustre conferenciante dispensó a la explicación de este concepto hace más de medio siglo para hablar de Cristo y la actualidad del mismo en relación con los problemas de la Bioética y de la Biotanasia.
        
         4. Bioética, persona y personalidad

         Como el lector habrá observado, el conferenciante dio mucha importancia a la cuestión acerca de qué es la persona humana y en ese contexto explicativo introdujo el concepto de personeidad equivalente al concepto clásico de persona con algunos matices técnicos que no voy a comentar. Y lo hizo pensando con mentalidad teológica sin imaginar que varias décadas después la precisión metafísica de dicho concepto iba a ser como un rayo de luz metafísica en las oscuras zonas de la muerte de vidas humanas en el ámbito de la biotanasia, un término éste inexistente hasta hace pocos años. Más en concreto me parece destacar lo siguiente. En mi opinión el término personeidad manejado por Zubiri no aporta nada sustancialmente nuevo al concepto clásico de persona humana acuñado por Boecio y transmitido por Santo Tomás a la posteridad muy enriquecido, lo mismo en el ámbito de la reflexión filosófica como de la teológica.  Tanto la persona como la personeidad es un rationalis naturae, individua substancia, o sea,  un individuo de la especie humana y no de la especie vegetal o animal. Así de claro: “en tanto hay personeidad en cuanto se es propiamente persona”. Ahora bien, la persona o individuo de la especie racional arranca del momento matemático de la concepción. Hace más de 50 años Zubiri no podía hablar del genoma humano y de la importancia de sus disquisiciones sobre la persona, la personeidad y la personalidad para afrontar con corrección los gravísimos problemas que se plantean hoy día en el contexto de la Bioética y de la Biotanasia, dos nombres que ni siquiera existían. Pero, sin saberlo, dejó un foco de luz metafísica del que actualmente no podemos prescindir. Por contraste con la persona se entiende ahora mejor lo que es la personalidad. Persona es lo que somos siempre y todos hasta que morimos y personalidad lo que adquirimos, bueno o malo, y perdemos durante el periplo de nuestra existencia. En pocas palabras podemos describir las diferencias e importancia de la persona, de la personeidad y de la personalidad como sigue.
         En el lenguaje ordinario los términos persona y personalidad se usan con frecuencia como sinónimos. Así decimos de alguien que es una buena persona o que es una gran personalidad. Esta forma de hablar no es correcta porque, cuando así hacemos, estamos confundiendo la persona con la personalidad por más que ésta no tenga sentido sin aquella. Ambos conceptos están unidos como uña y carne. La persona humana es algo perfecto que subsiste en la naturaleza racional y que identificamos mediante un nombre sustantivo personal: Pedro, Juan, María o Jasmine. La persona es el sujeto o individuo humano titular del DNI. La función esencial de nuestro documento nacional de identidad consiste precisamente en identificar a cada persona de suerte que no sea confundida con ninguna otra en la atribución de los méritos o responsabilidades que corresponden a cada una de ellas. A este individuo de la especie humana es al que denominamos persona, que comienza a existir en el momento matemático de la singamia e instauración del código genético tal como aparece ya diseñado en el cigoto y continúa siendo el mismo y distinto de cualquiera otro cigoto de la misma especie, hasta la muerte.
         La persona es lo que somos y a cuyo nivel todos somos iguales. Nadie es más o menos persona que otra. Como personas, lo mismo antes que después de nacer, durante la adolescencia, juventud y ancianidad, sanos o enfermos, hombres o mujeres, somos todos iguales en dignidad o valía. ¿Y qué es eso tan valioso y excelente que somos como personas y que no pierde su calidad ni siquiera con la enfermedad a lo largo de la vida? Esa grandeza deriva del hecho de que toda persona humana, en cuanto persona, es imagen de Dios por estar dotada de inteligencia independientemente del uso, no uso, bueno o mal uso que cada cual hagamos o podamos hacer de ella. Como personas, pues, somos siempre el mismo sujeto humano y todos somos iguales en dignidad o excelencia ontológica. La persona así entendida es el sujeto propio del amor.
         La personalidad, en cambio, es todo aquello que sobreviene o acaece a la persona, bueno o malo. Así, el que una persona sea alta, baja, iracunda o amable, bondadosa o perversa, enferma de nacimiento o dotada de buena salud, guapa o fea, culta o analfabeta, dotada de cualidades artísticas o intelectuales y así sucesivamente, pertenece al ámbito de la personalidad. La personalidad pues  significa todo aquello que adquirimos o perdemos a lo largo de la vida, para bien o para mal. Mientras la persona es siempre algo perfecto e inmutable en su género, la personalidad admite más y menos, es cambiante y lo mismo puede darse en lo bueno como en lo malo. Es correcto decir que una persona tiene más personalidad que otra pero es falso decir que una persona es más o menos persona que otra. Persona, insisto, es lo que siempre somos en grado perfecto, y personalidad lo que llegamos a ser, lo mismo en lo bueno que en lo malo. Así se habla de grandes personalidades en el campo del arte, de la ciencia, de la filosofía y de la teología, E igualmente en el campo de la maldad humana. Cuando decimos, por ejemplo, que alguien es una gran persona o una mala persona, en realidad nos estamos refiriendo, no a la persona como persona, sino a su personalidad. La persona es la manera de ser uno siempre el mismo sin ser nunca lo mismo. En efecto, hay algo en nosotros que no cambia y algo que cambia para bien o para mal mientras vivimos. Lo primero es la persona y lo segundo la personalidad. Por consiguiente, pensando en los problemas de la Biotanasia, tal como la he definido en un libro reciente como el reverso negativo de la Bioética, el término personeidad que propone Zubiri en el ámbito de la reflexión metafísica y teológica es igualmente válido para tratar como corresponde los problemas actuales que surgen en el terreno de la Bioética y de la Biotanasia, donde lo que está en juego siempre es el respeto o atropello de alguna vida humana con techumbre legal y biomédica. 
                                                                                           
         5. Un drama con final feliz
        
El doctor que la asistió a su madre en el parto le dijo a su padre: “Si muere, no lo sientan mucho, pues si vive, va a ser tonto, preocúpese de su esposa”. En la familia hay un sacerdote diocesano y otro jesuita y en este contexto familiar se daba por descontado que el primer hijo de Doña Pilar debía ser también sacerdote. Xavier sintió el deseo de ser sacerdote siguiendo el ejemplo de su tío Vicente, pero sabio. No un simple cura de misa y olla. Sus padres le llevaron al seminario de los PP. Jesuitas en Cantabria donde se encontró con una disciplina y rigor de vida que al cabo de pocos días estaba de vuelta en casa.
         Pasaban los años y el joven Zubiri sentía delirio por leer los “libros prohibidos”. Como consta por la experiencia,  toda prohibición formal produce morbo y curiosidad, especialmente en las personas inteligentes. En esta trayectoria el joven Xavier llegó a tener una crisis de fe en toda regla por más que lo disimulaba. Una crisis que dio lugar al estado interior que él mismo describe: “Durante toda mi vida solo he conocido una emoción que me ha conmovido: la emoción del puro problematismo. Desde muy joven he sentido el dolor de ver cómo todo se transforma en problema. Pero este dolor no era en sí mismo doloroso. Más bien este dolor era la fuente única hasta ahora de verdaderos gozos. Me aferré positivamente a este carácter problemático de la existencia”.
         Pero el que no quiere caldo, tres tazas. Se fue de los jesuitas pero le llevaron al Seminario diocesano de Madrid. Allí tuvo la suerte de encontrar a Juan Zaragüeta y acarició la idea de que, a pesar de todas sus dudas, que no desaparecían, podría compaginar el ser sacerdote católico y hombre de estudio crítico al mismo tiempo. Pero su salud no le permitió adaptarse a los rigores de la disciplina vigente ni al apabullamiento de las prácticas religiosas y, como era de esperar, pronto se le produjo una úlcera de estómago. Regresó a su casa para someterse a los cuidados maternos y regresó a Madrid donde el médico le hizo la siguiente reflexión: “Mire usted, el estómago y el cerebro están estrechamente relacionados entre sí; si maltratamos el cerebro, el estómago se queja. Le aconsejo, pues, que aplique el cerebro a cuestiones que le obsesionen menos y su estómago se lo agradecerá”.
         Así las cosas, Xavier volvió por tercera vez a Madrid para continuar los estudios eclesiásticos pero ahora viviendo en una habitación alquilada dispensado de los rigores de la disciplina dominante en el Seminario, entre los cuales cabe destacar los de las prácticas religiosas oficialmente programadas. En concreto las siguientes: oración matinal, meditación, misa, visita al Santísimo, lectura espiritual, rosario, oraciones vocales al empezar o terminar cualquier actividad, examen de conciencia, oración nocturna. Y todo ello sin contar la confesión semanal, los actos dedicados cada viernes al Sagrado Corazón o los retiros mensuales. Por lo que se refiere a las normas de convivencia las normas eran severas a más no poder. En este contexto rigorista el joven seminarista  Zubiri aprendió a fingir una imagen externa que nada tenía que ver con su drama interior. Hasta tal extremo que sintió con toda nitidez cómo se producía una escisión de su personalidad, entre su vida intelectual y su vida religiosa. No obstante, el director espiritual le presionó moralmente para que siguiera el ejemplo de sacerdote y sabio como D. Juan Zaragüeta. Y le persuadió para que se ordenara de sacerdote y no decepcionara  D. Juan ni al Obispo. El seminarista Zubiri terminó brillantemente los estudios eclesiásticos de filosofía y en 1917 volvió a Donostia con una zozobra espiritual alarmante. Su madre se dio pronto cuenta de que Xavier no realizaba ya las prácticas piadosas de antaño ni se entregaba a lecturas espirituales. Por una parte veía que avanzaba hacia el sacerdocio pero al mismo tiempo retrocedía en sus devociones. Como reacción a esta actitud su madre empezó a odiar esos libros de filosofía que le distraían de todo lo que, según ella, era propio de un sacerdote. Ella lo tenía muy claro, su hijo debía rezar más y estudiar menos.
          Zubiri vive en una permanente actitud ambigua sin otro interés real que el puro estudio de la filosofía y de la teología sin aditivos sacerdotales de ningún tipo. Más aún, siente una verdadera aversión por la función sacerdotal. Su pasión única es la filosofía y rechaza con contundencia convertirse en un sacerdote convencional de misa y olla. Pero al mismo tiempo piensa que el mundo eclesial es su mundo y que si la vida intelectual sin aditivos sacerdotales es el fin, la ordenación sacerdotal era el medio más adecuado para lograr dicho fin. Bastaría con que le dejaran tranquilo dedicándose al estudio sin ningún compromiso ministerial. Con este espíritu se ordenó de sacerdote y continuó su brillante carrera intelectual. Pero llegó el momento en que no pudo más y cortó por lo sano hasta conseguir la anulación de su ordenación sacerdotal alegando falta de libertad debido a la coacción moral de sus padres y consejeros. El llegar a este extremo constituyó la andadura final del repecho de su calvario interior que quiso superar por la vía rigurosa de la legalidad canónica evitando los posibles escándalos que por aquellas calendas pudieran haber surgido por su decisión de abandonar el ministerio sacerdotal.
         Con lo dicho hasta aquí creo que basta para darnos cuenta de las consecuencias nefastas derivadas de la coacción moral de padres y educadores para que una persona asuma falsamente, por respetos humanos, las responsabilidades sacerdotales sin vocación. Para terminar séame permitido añadir que la decisión de aspirar a la ordenación sacerdotal por motivos ajenos a la vocación sacerdotal no es infrecuente. Sólo un ejemplo. Un cura español que se convirtió en líder de la violencia política confesó sin ningún pudor que él había encontrado en el estado sacerdotal la plataforma ideal para dar el paso adelante en la lucha política. Obviamente, este no es el caso de Zubiri, pero  es una buena ocasión para lamentar las consecuencias nefastas que suelen derivarse de las ordenaciones sacerdotales de personas que no tienen vocación en un contexto asfixiante de coacción moral. Para salir del paso Zubiri decidió ser ordenado apoyándose en un razonamiento falso que él mismo se inventó. De lo cual se deduce que su ordenación sacerdotal fue nula y se comprende su angustia posterior y deseo vehemente de desligarse de los compromisos y responsabilidades que implicaba dicha ordenación.
         Y termino. La conferencia de Zubiri que comentamos puede ser considerada como histórica por diversos motivos. Fue histórica para él mismo en el sentido de que rompió su aislamiento personal echando una cana fuera de sus reducidas actividades intelectuales a raíz de su vuelta al estado laical. El mero hecho de haber sido invitado por una institución privada de los dominicos en Madrid fue como un balón de oxígeno para él. Fue histórica para la institución dominicana que le invitó porque quiso estrenar la primera celebración solemne de la festividad de Santo Tomás con un filósofo y teólogo independiente muy discutido y admirado al mismo tiempo.  Zubiri inició el desfile de personalidades ilustres que le siguieron y contribuyeron al prestigio inicial de los Institutos de Filosofía y Teología de los PP. Dominicos en Madrid. Como los árboles grandes, podemos decir parafraseando a Zubiri, que estos institutos fueron también abatidos por el viento pero esa es la suerte de todo lo que nace y fenece con el tiempo. Por último, la conferencia en cuestión fue histórica por su contenido filosófico y teológico. Como el lector ha podido apreciar con su lectura, el tema de la existencia de Dios es abordado como algo propio de la reflexión filosófica y teológica al mismo tiempo, cosa que a muchos puede sorprender pero que constituye un tanto muy favorable para Zubiri, el cual nunca tuvo miedo a la razón ni complejo de inferioridad intelectual para hablar de Dios ante el lucero del alba. Por esto mismo el mensaje principal transmitido constituye igualmente una aportación original a la historia del pensamiento de calidad y a la flor y nata de la cultura occidental. Como el propio Zubiri confesó con toda claridad, el gozne o quicio de todo su sistema filosófico es el problematismo hasta el extremo de reducir la reflexión filosófica a la especulación de problemas que van surgiendo ante la realidad. Todo es problema, enigma; algo sobre lo cual se puede investigar indefinidamente sin llegar a una solución satisfactoria. Pero tratándose de Zubiri hay que hacer una matización importante acerca de su visión siempre problemática de la realidad. Su problematismo no significa escepticismo radical sobre la posibilidad de encontrar alguna esquirla o pizca de verdad. De hecho, él consiguió dedicarse por entero a esa búsqueda y al final terminó encontrándola. Se podrá estar más o menos o nada de acuerdo con sus tesis filosóficas, su metodología y el lenguaje empleado, poco o nada condescendiente con sus lectores, pero la dedicación apasionada a la búsqueda de esa esquirla de verdad posible constituye, a mi juicio,  un ejemplo admirable para los filósofos y teólogos de todos los tiempos. NICETO BLÁZQUEZ, O.P.